La miseria eran tres mujeres. Una abuela, una
hija y una nieta. La miseria era calentar agua en una olla y bañarse en
el barreño. La miseria tenía tentáculos y el color tostado de la
suciedad. La miseria comía pan duro y pedía limosna en los semáforos.

La abuela tenía dos pellejos que le colgaban hasta la cintura. La nieta
los miraba fascinada cuando su madre le pasaba la esponja por la
espalda. Hacía mucho que, como una vaca triste, trasmitió con ellos la
miseria a su hija, que como buena miseria supo trasmitirla también
cuando llegó el momento.

La miseria vivía en la misma
habitación y dormía con ellas en la cama. La miseria daba frío y de su
hambre colgaban los legajos en la comisura de los labios de la niña. La
miseria era triste y ellas eran la miseria.

Pero la ternura
tenía forma de esponja. Resbalaba por una espalda que sabía contar
historias. Hermosas ilusiones que siempre sucedían en un país muy
lejano. Volaban por la habitación, transformadas en posibilidades
durante unas horas mágicas. Entonces todo olía a limpio y ellas
sonreían. 

(imagen de Antanas Sutkus)

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