Bascular sobre las palabras, sobre un precipicio que se abre hacia dentro y hacia fuera, escribir como modo de salvarse, con el insomnio pegado a las letras. La poesía ha de permitir el flujo, el viaje, el navío acorralado o la brújula, escribir ha de ser una infusión de calma que reconforte el alma, a la vez que un martillo de acero que reviente las paredes, que nos libre del peso del cemento. 
Volver del sueño con la espalda cargada y a través de la palabra redimirse de las lágrimas del mundo. Pasar el duelo por perderlas,  como pérdida,  hay que llorarlas. Conocer el trote que dibujan los caballos, en las enmarañadas constelaciones del miedo, allí nadie descansa pero viven todos los hombres. Desnudarse despacio en el camino, llenarse los pies de barro y las manos, llenarse los ojos de raíces y no saber si estás hablando de amor o de escritura.
No ver más allá de ellas, necesitarlas como el desierto al agua y odiarlas como el agua al desierto. 

Vomitarlas mientras cae una mujer en una acera, acercarte a ayudarla y verte a ti misma, tenderle las manos, esconderte en una elipsis, ver como llegan las palabras y que no haya cauce que las contenga, que ya no quede acera, ni mujer, ni pájaros.

Escribir desde el combate, con ellas y con la vida, contra el poder de la mansedumbre que pudre el alimento, escribir la piel y el grito, sin poder remediarlo.

imagen1: moises yagües
imagen2: leer.cl

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